La comprensión de los fundamentos de la democracia y el compromiso en su defensa EXIGE la desobediencia de las leyes cuando son injustas; cuestión ciertamente subjetiva, y que varía con el tiempo gracias a la desobediencia civil, uno de los motores del progreso social.
El no reconocimiento del voto a las mujeres, la prohibición del matrimonio homosexual o el encarcelamiento de los insumisos al servicio militar ya se consideraban mayoritariamente «injustas» antes de que el parlamento lo reconociera oficialmente, cambiando sus leyes. Pero antes de que esto ocurriera, no poca gente fue represaliada por defender lo que hoy nos parece normal.
Alcanzada cierta masa crítica, al legislador sólo queda reconocer lo evidente: que la norma ha sido derogada por la sociedad gracias al desafío público de los desobedientes civiles. Al asumir con la convicción del inocente las consecuencias de incumplir normas injustas, se erosiona la certidumbre y determinación de quienes tienen que hacerlas cumplir porque se respeten, única fuente real de su poder.
Puesto que hasta las dictaduras tienen leyes de obligado cumplimiento, el que una ley esté en vigor no puede ser criterio sobre su justicia o injusticia, ni puede fundamentar ninguna adhesión a su contenido. Cada uno elegirá si observa la ley para evitar las sanciones asociadas a su incumplimiento, pero no hay ninguna necesidad de comulgar con ella. Si se está dispuesto asumir las consecuencias -o puedes librarte de ellas-, tampoco tienes que cumplirlas, como vemos a diario.
Cuando las leyes son promulgadas por un sistema político en el que no existe representación política de los votantes (los electos obedecen el mandato imperativo de quien hace las listas de su partido) ni separación real de poderes (pues todos emanan de la cúpula de los partidos); en el que la abstención ronda permanentemente el 40%, no existe capacidad de revocación del mandato electivo y la población es objeto de un saqueo masivo articulado desde estas instituciones, la desobediencia civil es la única salida digna y pacífica.
Por eso, no puedo sino aplaudir a Ada Colau cuando dice que “Desobedeceremos las leyes que nos parezcan injustas”. Desobedeceremos para acabar con la poca legitimidad que le quedan a las instituciones del Régimen del 78 y terminar con la farsa de la partitocracia que lleva casi 40 años inhibiendo el nacimiento de la Democracia. Ada Colau está haciendo algo (ya veremos si bien, mal y/o en el sitio apropiado) por alcanzarla, por eso la votan.
Actualización: Sobre la reacción de Pedro Sánchez
Hoy -5 de junio- el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, ha dicho que «un líder político no puede decir que no se deben ‘de’ cumplir las leyes porque se consideren justas o injustas… ¿quién califica qué es justo o injusto?« (minuto 18:30 de Las Mañanas de Radio Nacional), demostrando con ello que está capacitado para hacer bueno a Rajoy, como han hecho con sus antecesores todos los Presidentes del Gobierno desde Felipe González.
Afortunadamente para el señor Sánchez, un líder político puede decir tantas tonterías como le venga en gana -incluso en programas radiofónicos de gran audiencia-, que para eso existe la libertad de expresión y pensamiento. ¿Quien califica lo que un líder político puede decir y no decir? Por suerte y -a veces- por desgracia, nadie. Cuestión distinta es la opinión que a cada uno le pueda provocar las declaraciones de estos líderes, o las leyes que hagan.
¿Qué quién califica qué es justo o injusto?. Pues CUALQUIERA tiene pleno derecho de juzgar lo que hacen y dicen los demás según sus propios criterios, es que sólo faltaría. No lo plantee como una pregunta retórica… hasta los niños de 6 años tienen un concepto de la justicia y la injusticia, generalmente basado en la empatía (aunque haya otros criterios). Espero que usted también lo tenga, ya que pretende gobernar nuestro país; aunque lo disimula bastante bien.
Esto no significa que la opinión personal que tenga cada uno sea la mayoritaria, la verdadera ni la correcta. Habrá a quien le parezca injusto que un exconsejero de Caja Madrid (ahora Bankia) que votara a favor de la emisión de preferentes con las que se estafaron a miles de personas lidere un partido político que se autodenomina socialista, obrero y español; y se presente como candidato a la Presidencia del Gobierno. Habrá a quienes les parezca justo, y -sea justo o injusto- no hay duda de que las leyes se lo permiten si el partido que dirige le nomina.
Pero que las leyes permitan algo no puede equipararse con que sea justo: una norma injusta puede ratificarse como ley en el Parlamento, ejecutarse en los juzgados y llamarse justicia sin serlo. Anda que no hemos visto veces a políticos de todo pelaje diciendo que todo lo que han hecho era legal… ¡pues menos mal! porque si no lo fuera igual estabais declarando ante el juez y no ante un periodista.
No hemos llegado al fin de la historia: Los abusos de los poderosos y las rebeliones contra ellos han sido, son y seguirán siendo elementos presentes en todos los tiempos. Siempre habrá «líderes políticos» que nos digan que debemos obedecer las leyes, aunque no nos gusten, que no podemos juzgarlas (ni a quienes las aprueban) porque son expresión de la «voluntad popular», y que -si no nos gustan- que nos presentemos a las elecciones (aunque como ganes igual alguien te monta un golpe de Estado).
Estos son los mismos que van diciendo que vivimos en democracia porque se vota, igual que se vota y se votaba en otros regímenes que no eran ni son nada democráticos; que vivimos en libertad porque en la Constitución se reconocen una serie de derechos individuales que ya existían antes de poder ir a reclamarlos ante un Tribunal Constitucional y que, pese a su existencia, se siguen vulnerando a diario (por ejemplo, el voto de los españoles no residentes); los mismos que nos hablan del imperio de la ley y de separación de poderes cuando el que manda es el mismo que hace las leyes, las ejecuta, y nombra -directa o indirectamente- a los jefes de quien debe juzgarlas.
Estos son los que hablen en nombre de la mayoría cuando sólo les ha votado el 30,37% y el 20,33% del censo electoral respectivamente (PP y PSOE según datos de 2011); y dicen ser nuestros representantes porque así lo dice el art. 66 de la Constitución, cuando la ley electoral imposibilita dicha representación con las listas de partido. Abiertas o cerradas, da igual; la designación siempre depende del partido que te pone en ellas, e impiden identificar a tu representante para poder darle un mandato expreso (cuestión, por cierto, prohibida salvo cuando es «disciplina de voto»).
Representantes a los que sus electores no pueden fiscalizar hasta las siguientes elecciones por falta de mecanismos de control para ello; con los que no existe un vínculo económico, pues se financian directamente del presupuesto del Estado; y que ni siquiera tienen que pisar su circunscripción en toda la legislatura si no quieren. No es de extrañar que el cumplimiento de los programas electorales y atender a los supuestos representados sea totalmente opcional.
Y luego están los otros, que según el secretario general del PSOE no deberían ser líderes políticos. Los que alientan el incumplimiento de las leyes injustas e incitan a delitos como el de sedición. No hablo de Ada Colau, que -como informa el periodista al que responde Pedro Sánchez- no ha hecho nada de todo esto todavía. Hablo de terroristas como Thomas Jefferson, que, no contento subvertir el orden legal y constitucional vigente liderando la sedición armada de las 13 colonias inglesas en América, llama a las futuras generaciones a la guerra civil cuando afirma que «el árbol de la libertad debe ser vigorizado de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos: es su fertilizante natural».
Comparados con gentuza como esta, que ha escrito las páginas más brillantes de la historia política de la humanidad y rescatado el concepto de democracia (representativa) para la historia moderna, los que pensamos que la desobediencia civil generalizada es otra forma de expresión individual de la voluntad popular, en ocasiones necesaria, somos unos angelitos.
No siempre se puede esperar cuatro años para cambiar el voto, ni hacerlo garantiza los resultados deseados. Si, en las circunstancias descritas, ese grupo de «representantes» votados en listas por un porcentaje minoritario del censo aprueban una ley que pueda aceptar una mayoría social, será mera coincidencia. Si, por contra, siguiendo las ordenes del jefe de su partido, esos mismos «representantes» aprueban una ley que genera un rechazo social, pues como mucho será cumplida a regañadientes.
Pero habrá gente que, en uso de su libertad de pensamiento, decidirán incumplir esa ley y afrontar las consecuencias como forma de protesta. Y puesto que la desobediencia civil de una ley que te parece injusta no la deroga, serán castigados por ello. Y otros les imitaran, y serán también castigados. Y, si los motivos de la desobediencia son fundados, cada detención deslegitimará a quienes aprobaron y aplican esa ley. Y cuando las cárceles estén llenas y haya quedado claro que nadie la quiere, esa ley se dejará de cumplir y -finalmente- será derogarada.
Sobran los ejemplos de normas en vigor que se incumplen sin ninguna consecuencia para los infractores, y a sabiendas de los órganos del Estado (¿descargas “ilegales”?, ley seca en EE.UU hace casi un siglo), pero mi favorito es el de no tributar por los regalos de boda o cumpleaños. Dado que no hay un mínimo legal exento, están sujetos al impuesto de donaciones aunque nadie los declara. Es decir, total impunidad en el incumplimiento del texto de la ley con la complicidad del Estado. ¿Qué pasaría si Hacienda intentara hacer cumplir el texto de esta ley en vigor, pero que ha sido socialmente derogada? ¿Por qué no se cambia para ajustarla a la realidad social? ¿Tiene que venir un órgano del Estado a dar carta de naturaleza a esta realidad jurídico-social? Pues claro que no, pero todo llegará.
Así que si Ada Colau decide incumplir, como alcaldesa, alguna ley que le parezca injusta el Gobierno tendrá que aplicarle la legislación vigente, y procesarla por un delito de prevaricación. Pero, si por un casual, una buena parte de la población opinara como ella, se expone a que el problema escale y tener que medir sus fuerzas con los desobedientes dentro y fuera de Barcelona (y no creo que tenga todas las de ganar). Eso, o tolerar su transgresión por un bien mayor, como se hace normalmente (caso Botín, Infanta, etc…), lo cual intensificará la desobediencia y conducirá finalmente al enfrentamiento. Es lo que pasa cuando las instituciones políticas están deslegitimadas, tanto por su diseño como por su funcionamiento, y una minoría impone normas que no reflejan el sentir de la población en nombre de todos.
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Coincido en general, pero, ¿con qué legitimidad podemos establecer que nuestras leyes son otras?, ¿cuáles son los criterios para determinar que hemos llegado a una masa crítica?
En mi opinión, la legitimidad te la da el apoyo social al cumplimiento o incumplimiento de la norma, que a su vez puede tener otras fuentes (legalidad, democracia, efectividad, popularidad, justicia percibida…). Por otra parte, el criterio de si se ha alcanzado la masa crítica sólo lo puedes conocer a posteriori, cuando incumples la norma obligatoria y no pasa nada.
Hasta ese momento todo son especulaciones, aunque puedes pulsar el sentir de la calle para ver si te la juegas o no. O si eres un idealista, la incumples de todos modos y, de paso, vas cambiando concienciando a los demás.
También puede ocurrir que ese estado de ánimo social, esa supuesta masa crítica, tenga carácter circunstancial y volátil. Por ejemplo, dada la crisis actual puede parecernos más aceptable que una persona no pague la luz o el alquiler y hace unos años ni se planteaba. Quién sabe si tras la crisis esa percepción puede volver a cambiar.